sábado, 12 de noviembre de 2016

La obra de arte en la época de su reproducción mecánica - Walter Benjamin (Reseña)

BENJAMIN, Walter. La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. 1936. Casimiro Libros, Madrid, 2016.

La obra de arte en la época de su reproducción mecánica (1936) es un ensayo del filósofo y crítico literario alemán Walter Benjamin (Berlín, 1892 – Portbou, 1940). Es aún hoy en día uno de las más influyentes disertaciones sobre estética del siglo XX. En esta tesis, Benjamin analiza el momento artístico actual, tomando el ya clásico punto de vista marxista con pinceladas freudianas propio de la escuela de Frankfurt y de su Perspectiva Crítica, y vaticina una posible, y más que probable, tendencia evolutiva que seguirá el concepto de arte a partir de su momento presente, haciendo hincapié en la forma en que el ser humano percibe (y percibirá) de forma cognitiva la obra de arte, así como las consecuencias políticas de este cambio de paradigma sucedido a través de la irrupción de la reproducción mecánica de la obra de arte.
Benjamin sitúa el arte actual -de su época, mediados de los años treinta- en medio de lo que él describe como una revolución artística propiciada por la sistematización de la reproducción mecánica de la obra de arte. Esa tendencia, nacida a través de la innovación tecnológica, está cambiando el paradigma del objetivo del arte, antaño provisto de valor ritual y, más tarde, tradicional, para terminar en lo que él considera que será su nueva función, una función política. Dentro de ese nuevo paradigma, la función política podría ser una herramienta para la revolución del pueblo, ya que la reproducción mecánica permite acercar el arte a las masas, pero incide en que la forma cómo se consume éste arte en la actualidad, la forma cómo se percibe y se interioriza, puede dañar esta función y decantar el uso político del arte para favorecer posturas totalitarias como el fascismo.
La sistematización de la reproducción mecánica de la obra de arte ha difuminado el concepto de la originalidad del objeto físico que entendíamos como obra de arte y, como consecuencia, ha cambiado su forma de consumo, así como ha cambiado, por ende, la forma de percepción humana en general. Antes había una relación muy estrecha a nivel táctil entre el espectador y el objeto, que a su vez trascendía a nivel simbólico a la misma relación espacio-temporal entre ese objeto y el espectador. Es un procedimiento racional abstracto, pero tiene su lógica, que Benjamin se encarga de explicar y ejemplificar minuciosamente a medida que se suceden los capítulos del ensayo. La percepción que se tenía de la obra de arte, al anclarla en el espacio y el tiempo determinados por el objeto, y en relación, también, al espacio y al tiempo de su creación, generaba un enganche físico (palabras mías) entre el espectador y el objeto que dotaba de unicidad -autenticidad, aura- a dicho objeto, a la obra de arte. Aquello permitía crear un vínculo de contemplación con la obra de arte que, si bien hemos hablado de enganche físico, a su vez sobrecogía al perceptor y lo alejaba de la obra a través de la magnitud simbólica del objeto. Algo así como una epifanía religiosa, que de hecho es lo que era si entendemos el menester del arte en sus inicios como figura ritual, esa percepción creaba una distancia equilibrada frente a la obra de arte que dotaba al objeto de una realidad viva y cambiante en diálogo constante con el contexto histórico del espectador y que terminaba por atribuirle esa entidad propia a la que Benjamin bautiza como aura.
La reproducción mecánica, en cambio, hacía de la obra un ente más autónomo respecto del original, devaluando así su autenticidad. Además, al mecanizarse la (re)producción del arte, muchas veces se perdía incluso la necesidad de un original, ya que la propia reproducción terminaba por consagrarse como arte. La obra de arte cinematográfica, por ejemplo, no puede entenderse con el concepto de objeto original. La originalidad pasa a ser virtual. Lo plasmado en el celuloide, la idea, no se puede ligar a un objeto primigenio, por lo que el culto a la pieza física desaparece, y saca así el objeto de su tradición. Al negarse, entonces, la unicidad de las cosas, se borra ese acercamiento simbólico a los objetos como perdurables en el tiempo, su aura, y se empieza a percibir todo como algo fugaz y reproductible. Se pierde el valor cualitativo de lo material, y gana valor lo cuantificable de lo material: Al ser todo recreable e instantáneo, se tiende a la homogeneización y a la pérdida de matices. El cambio de relación determina una nueva mirada, que ya no es el vínculo contemplativo del individuo respecto al objeto, sino el consumo colectivo de la masa para un uso hedonista, acrítico, hegemónico y organizado. Es entonces cuando la obra de arte pierde su dimensión cultural a favor de su valor expositivo, y el valor artístico pasa a ser una característica accesoria. La consecuencia es, pues, que el arte pasa de tener una función ritual a tener una función política.
Benjamin termina su tesis, en el epílogo, hablando de dos temas contrapuestos, que pueden ser el final de esta tendencia evolutiva con respecto a la percepción del arte, y por extensión de la cultura, que describe: la estetización de la política versus la politización del arte; y advierte del peligro de malentender el concepto de arte y de infravalorar la percepción que se tiene de él, ya que el cambio estético por el que aboga es subsidiario de un cambio social y político, y depende de cómo se conciba la estética, hacia dónde se encamine la comprensión de la cultura, hará decantar la balanza maniquea del uso político que se dé al arte.
La pérdida de lo que él llama aura en la obra de arte, que podría ser descrita como el fundamento cultural de la obra de arte, conduce, como analizó en su entorno, a entender el arte desde la utópica concepción de l’art pour l’art, una especie de hedonismo estético que entiende que el arte solo se puede entender desde el propio arte, y que niega cualquier conexión del arte con cualquier otra cosa que no sea el arte. Esa concepción desliga el entendimiento de arte de su función política, a pesar de ser justamente ese valor el que estaban realzando los cambios en la producción y percepción del público. El arte puro desestima la idea de público, cuando la reproducción mecánica justamente hace del arte, por su propia forma de ser, o sea, de forma natural, un producto pensado en su totalidad para ser consumido por un público. Benjamin advierte que si se desestima el análisis del impacto de la obra de arte en el público, el rédito político que se extrae tras el consumo cultural queda completamente enmascarado.
Para hacer entender esas dos tendencias y para reafirmar su hipótesis sobre la función política del arte, Benjamin usa el ejemplo de cómo dos propuestas artísticas vanguardistas, cada una de las cuales con su definición particular de arte, trataban y entendían el concepto de espectador. Los Dadaístas hacían arte con la única finalidad de escandalizar al público, de obtener una respuesta de las masas. Entendían que el arte en sí era lo de menos, y solo les interesaba la recepción que tenía. Ésa mentalidad es la que define la politización del arte, mientras que la contrapuesta, la estetización de la política, la definen los Futuristas, que desligan la estética del contexto en que se da. En el Manifiesto del Futurismo, el protofascista Marinetti elevaba la belleza de la guerra como propuesta estética, a pesar de manifestar su desprecio hacia el conflicto bélico. Como Benjamin apunta, eso puede ser peligroso. La estatización de la política promueve la expresión de las masas, la exaltación de la belleza per sé, pero desligada de un pensamiento crítico. Se debe entender, de antemano, que la tesis de Benjamin es clara: En la época de la fotografía y del cine, el arte tiene una función política. Lo que pasa es que esa función política se puede aceptar o se puede esconder.
El problema que manifiesta Benjamin es que la tendencia actual de las masas, gracias al cine, es decantar su concepción de la cultura más hacia la estetización de la política que a la inversa. El séptimo arte es la formalización por excelencia de la reproducción mecánica de la obra de arte como concepto artístico: Es un arte que no se entiende sin la reproducción mecánica. Además, su método de producción es tan caro, debido justamente a la complejidad que requiere su mecanización, que a su vez impide el contacto directo entre el artista y la obra de arte (Benjamin entiende el cine como un ejemplo fractal  que refleja toda su tesis, y con ello lo convierte en el ejemplo paradigmático de su discurso), que no puede funcionar sin depender de capital -y más aún en los años treinta, dónde la tecnología cinematográfica aún era exclusiva y de alto coste- y que no es rentable sin que sea consumido por mucho público. Su valor, entonces, es completamente expositivo y, por una regla de tres que propone, su valor cultural decae por proporción inversa hasta casi anularse, haciendo que el diálogo del espectador hacia la obra carezca de atención activa. Por lo tanto, el espectador de cine, que a los años treinta ya era el arte consumido más hegemónico, debido también a que gracias a la reproducción mecánica podía llegar en masa a las masas, consumía ese producto cultural sin el filtro de la contemplación, y, por su forma de ser (aquí hace una comparación del método en cómo el cine impacta en el espectador con un cirujano penetrando en el cuerpo de un paciente sin mediación directa alguna), el cine era absorbido sin sentido crítico por la prole.
Y por si eso fuera poco, Benjamin había podido comprobar ya, en 1936, tres años después de que Adolf Hitler hubiese sido elegido canciller de Alemania, el poder propagandístico de la industria cinematográfica. Característica que corroboraría durante la Segunda Guerra Mundial, y que más tarde sería puesta de manifiesto por su buen amigo Theodor Adorno durante su exilio a Estados Unidos, al ver el uso político que le daban tanto los regímenes fascistas totalitarios como las democracias de libre mercado para institucionalizar de sus respectivos modus vivendi.
Entra aquí la gran paradoja, desde mi punto de vista, de la tesis de Walter Benjamin, ya que, dentro de su línea de pensamiento marxista, tendría que estar a favor de que las masas tuviesen acceso al arte de forma democrática. A pesar de eso, Benjamin parece, aunque muy bien relacionado y argumentado, defender un tipo de arte jerarquizador al que solo podían acceder los magistrados. Se entiende el miedo de Benjamin a los totalitarismos, un autor judío que terminó suicidándose en Portbou mientras se encaminaba al exilio hacia Estados Unidos, huyendo del régimen Nazi que lo perseguía por ser, además de rojo, judío. Y por eso se entiende que sea crítico con el arte popular, que, como ya hemos expuesto, es fácilmente manipulable y manipulador. Pero lo que no deja claro es qué alternativa sería posible para poder armonizar su deseo popularizador del arte, que es el que entiendo que tenía siendo declarado marxista, con la intención de hacer de éste arte algo politizado activamente, a diferencia de lo que hacía el cine.
En algunos momentos da atisbo de soluciones, citando cuatro ejemplos del tipo de cine que proponía la Unión Soviética, dónde los actores eran ciudadanos sin formación dramatúrgica, con lo que se popularizaba más el cine, pero tampoco eran los de la escuela de Frankfurt demasiado proestalinistas, por lo que no aborda mucho en el tema. Finalmente, pues, debo interpretar por mí mismo, ya que el ensayo no da soluciones, cuál era el siguiente paso que se debiera seguir para salir de esta decadencia cultural. A diferencia del cine, que rebajaba el concepto cultural del arte para que llegase a todo el mundo, lo que parezco deducir de la tesis de Benjamin es el enaltecer a las masas para que sean capaces de discernir los mensajes propagandísticos de los medios desde un punto crítico, e incluso llegar a poder comprender el vínculo contemplativo para volver a vivir de la tradición de arte. Es una pesquisa que aún hoy en día es fácil de sacar sobre la mesa. Si bien Internet y el abaratamiento de la tecnología han logrado democratizar bastante la cultura, aún queda un largo camino para que la sociedad en su totalidad sea capaz de consumir el arte, la cultura y los medios -que en nuestra época sus líneas divisorias se han desdibujado por completo- desde la perspectiva crítica con la que se los miraba Benjamin. Y eso solo se puede lograr mediante la educación en el consumo.

Como conclusión, La obra de arte en la época de su reproducción mecánica es una obra de muy modesto tamaño, de fácil comprensión y cuyo interés es interesante des del punto de vista analítico, así como para ahondar de forma personal en el estudio filosófico de la estética. Estaría bien compararla con algún estudio sobre los medios de comunicación del siglo XXI, aunque para estar en un punto paralelo al de Benjamin y su contexto histórico, casi medio siglo después del nacimiento del cine y más de cien años de la fotografía, respecto a Internet deberíamos esperarnos hasta el 2050, ya que en el momento actual, a mi entender, solo se pueden hacer predicciones.

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