martes, 29 de septiembre de 2015

La vaca se muere.

La vaca se muere.

Había una vez un pastor madrileño que quería entrar en el negocio Europeo de la leche. Este pastor era dueño de un extraño rebaño, compuesto por una vieja cabra norteña y una joven y fuerte vaca catalana. Para vigilar el rebaño, el pastor contaba con un pequeño churrino gallego, un flaco galgo manchego y un grueso bulldog andaluz que se enfadaban con su amo si no les daba bien de comer.

Para prosperar en dicho negocio, el pastor ideó un magistral plan de crecimiento. Decidió desistir con la cabra, ya que ella siempre había sido muy de ir por libre. Se contentaba con la leche que ella le entregaba a voluntad a cambio de poder seguir haciendo lo suyo libremente por la montaña sin dar muchas explicaciones a nadie. Además, debía reconocer el pastor, sus cuernos parecían peligrosos y hacía muchos años que lo asustaban, siendo mejor no buscarle las cosquillas y aceptar lo que le daba.

Su siguiente paso fue coger toda la leche que le daba la vaca, a cuyas urbes podía acceder fácilmente por ser ella de carácter más dócil y disponer de leche más que abundante para compartir. Con toda aquella leche, y junto con la leche de la cabra, el pastor podría alimentar copiosamente a sus tres perros. Y si sobraba leche, podía ir al mercado y comprar un poco de paja para alimentar a la vaca.

A corto plazo, el plan no parecía efectivo. El pastor no conseguía situarse en el mercado Europeo de la leche y su vaca parecía estar más flaca cada día, aunque, por ser fuerte de condición, seguía produciendo bastante leche. Eso sí, le llenaba de orgullo saber que sus tres perros lo seguían a todas partes con natural fidelidad, perfectamente amaestrados. A diferencia de la vaca. No… La vaca tenía aquella despreciable mirada de desagradecimiento que tan poco soportaba el pastor. Los perros, que se parecen a los amos, dicen, directamente la ladraban cuando ella se atrevía a mugir, aunque aquello no hiciese daño a nadie.

La cabra, a su vez, seguía a su bola.


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